Dejad que os cuente
De mí se ha escrito mucho, pero no siempre ajustado a la realidad. El afán de encuadrar mi vida dentro del marco de lo «maravilloso» ha contribuido a que aparezca un tanto irreal y poco asequible; por eso me he propuesto narrarla yo mismo para que llegue a vosotros de primera mano y podáis conocer lo que me parece que sucedió.
Algunos de mis biógrafos ya os la contaron de forma bastante objetiva; pero yo lo quiero hacer dando mi visión, comunicando lo que pienso sobre ella; porque no todo lo que reluce es oro, ni lo sencillo carece de importancia.
La mayoría de las cosas que os cuento las dijeron mis paisanos y todos aquellos que me conocieron cuando, después de morirme, pretendieron hacerme santo. Como es natural, sólo cuentan las cosas buenas y, por el cariño que me tenían, las exageran un poco. De ahí que valgan para saber el aprecio en que me tenían, pero menos para describir la realidad. Yo siento tener que rebajarles, algunas veces, las opiniones que vierten sobre mí, pero en honor a la verdad, no puedo engañaros.
Así pues, acoged mi narración como un gran relato de los que nos solían contar nuestros mayores cuando, en esas largas noches de invierno, nos reuníamos junto al fuego para calentarnos y pasar la velada.
Un niño que fue pastor
Yo, Pascual Baylón Yubero, nací en Torrehermosa, un pequeño pueblo de la provincia de Zaragoza, el 16 de mayo de 1540. El llamarme Pascual fue debido a que era Pascua de Pentecostés y, como era costumbre en las familias, había que ponerme el santo del día.
Otra cosa es lo de Baylón. Mucha gente sigue creyendo que es un mote por mi condición de marchoso; y nada más lejos de la realidad, ya que, por temperamento, siempre fui retraído y poco dado al jolgorio. Baylón era el apellido de mi padre y de mi abuelo Martín.
Fui el segundo de los hermanos. La mayor era Juana, y después venían Francisco, Juan, Lucía y Ana. Tuve tres hermanos más del anterior matrimonio de mi padre, pero murieron tan jóvenes que no llegué a conocerlos. El recuerdo que me queda es el de una familia feliz con pocos haberes y mucha generosidad, sobre todo mi madre Isabel, que además de lindo parecer, era muy buena cristiana. No había necesitado en el pueblo que no encontrara en mi casa acogida y cariño; y eso me fue calando hasta moldear mi vida.
A diferencia de mis hermanos, yo era, más bien, de temperamento tímido e introvertido. Cuando mi padre se ponía a jugar con ellos a pelota delante de casa, yo me refugiaba en el dintel de la puerta; y ante las invitaciones para que me uniera a ellos, solía contestar esbozando una sonrisa de agradecimiento. Gozaba más viéndolos jugar que participando en el juego. Pero esto no quiere decir que fuera un niño sombrío y triste. Los vecinos decían que era de rostro alegre y humilde; y me tenían por un alma buena, por eso todos me querían como al vivir.
Esta capacidad de contemplar la vida es lo que me llevó siempre a buscar al Señor. Cuando tenía seis o siete años, fui a casa de mi primo Francisco que estaba enfermo. Muchas veces me había quedado mirando el hábito que llevaba, pues era costumbre vestir a los niños con un hábito por haber hecho alguna promesa; y al verlo encima de una silla pensé: «Esta es la ocasión».
Me lo enfundé como pude y me presenté, muy ufano, ante la concurrencia. Después de las risas que provocaron mi travesura, vino el intento de quitármelo, a lo que me resistía. Tuvieron que llamar a mi madre para que desistiera, y en medio del enfado les dije: «No importa, más tarde seré fraile».
Como no había escuela -la más cercana estaba en el monasterio cisterciense de Santa María de Huerta y para mi familia era todo un lujo-, tan pronto fui capaz me mandaron a guardar las pocas ovejas que tenía mi padre; así comencé a trabajar como pastor. Pero mi tía Isabel me complicó la vida. Tenía también unas cabras y me las endilgó para que las guardara junto con las ovejas. Sin embargo no me averiguaba con ellas. Díscolas como son, se metían por los sembrados y por las viñas; hasta que, harto ya, le dije a mi madre: «No me mande más que cuide las cabras, pues se comen los trigos y yo no quiero hacer daño a nadie».
De zagal en Alconchel
Así fui aprendiendo el oficio, hasta que mi padre me puso a pastorear el rebaño de un vecino de Alconchel, un pueblo cercano al mío. Allí entré en contacto con otros pastores, trabando una gran amistad con Juan de Aparicio. Los dos pasábamos mucho tiempo juntos, lo que nos permitía contarnos nuestros problemas y hasta cantar letrillas a la Virgen y al Santísimo, acompañándonos con el rabel que yo mismo me había hecho.
Con todos los amos me llevé bien, pero Martín García me tomó tanto cariño que me propuso adoptarme corno hijo y hacerme su heredero. Yo me lo pensé y, al final, le dije que no, pues pensaba hacerme fraile.
Este proyecto lo había hablado muchas veces con mi amigo Juan, quien solía decirme: «Ya que queréis haceros fraile, sea de los de Santa María de Huerta, que además de ser rico, está en vuestra tierra». Pero yo siempre le contestaba: «No me viene en grado, porque aquí me conocen todos».
Desde Alconchel se divisaba también la blanca ermita de Nuestra Señora de la Sierra, por la que sentía una predilección especial. Hasta los mayorales, a cuyas órdenes pastoreaba, se daban cuenta de ello y lo comentaban entre sí: «A mi zagal Pascual veo yo todas las mañanas vuelto hacia la ermita de Nuestra Señora de la Sierra antes de encender el fuego». Y es que en aquel puntido blanco -que era lo único que se veía- concentraba yo mi fe para alabar al Señor y a su madre María.
No sé qué pensarían de mí mis compañeros, porque nunca me lo dijeron; pero solían decir a la gente que era un joven sensato y amable, dado a la oración y enemigo de la ociosidad. Que hacía a la vez rosarios y rabeles para los momentos de solaz. En fin, un joven de actitud y ademanes alegres, aunque reservado, que ni jugaba, ni maldecía, ni decía tonterías.
El oficio de pastor era duro, pero dejaba mucho tiempo libre que podía degenerar en ociosidad. Yo lo empleaba rezando, hablando y cantando con los amigos y labrando objetos de madera, como suelen hacer los pastores. En el cayado grabé una cruz; e hice también una pequeña Virgen que me servía para concentrar mi oración cuando no encontraba una ermita donde dirigir la mirada. Pero aún así, me sobraba tiempo, y mi carácter reservado se compensaba con la necesidad de conocer más cosas, de saber más. ¿Por qué no aprendía a leer?
Mi madre tenía un devocionario que heredó de mi abuela. Como tampoco sabía leer me lo dejó; y yo, con mucha constancia y cabezonería -por algo era aragonés- empecé a preguntar a los compañeros que sabían algo por el nombre de las letras. Después, con el mismo método, aprendí a juntarlas formando palabras, hasta que logré no sólo entender lo que leía sino escribirlo también.
Todavía queda por ahí un «cartapacio» que me hice, siendo ya fraile, con las cosas que iba escribiendo.
Pero la verdad es que no resultó fácil aprender a leer y escribir; y mucho menos conseguir papel, tinta y pluma. Sin embargo la compensación fue muy grande. Además del rabel, podía llevar en el zurrón el rosario de junco y las horas de Nuestra Señora para rezar.
Por tierras del Vinalopó
Alconchel se me quedaba pequeño. Ya tenía 18 años y había que decidir mi futuro. Mi madre había muerto, y aunque mi madrastra -María García, la «Capellana»- era una buenísima persona, ya no era como antes. La ocasión me vino que ni pintada. Era el tiempo de la trashumancia y teníamos que llevar el ganado hacia Andalucía. Al pasar por Peñas de San Pedro -un pueblecito de Albacete-, me paré a ver a mi hermana Juana, que estaba sirviendo en casa de los señores García Moreno. Estuve con ella unos días y seguí con el ganado. Al llegar a Almansa, me encontré con que un ganadero -el señor Osa de Alarcón- necesitaba un pastor, por lo que me quedé a su servicio, ya que estaba más cerca de mi hermana.
Un tiempo después me salió la proposición de pastorear el ganado del señor Aparicio Martínez en Monforte del Cid, y allí que me fui. Estuve, por lo menos, dos años, y trabé amistad no sólo con el mayoral, Antonio Navarro, sino, incluso, con los zagales.
Luego pasé a Elche, a las órdenes del dueño del ganado Bartolomé Ortiz; un ganado muy grande que para buscarle pastos no sólo había que ir hasta Orito, sino por toda la Vega Baja.
En los cuatro años que pasé trabajando como pastor por estas tierras hice grandes amigos, pero, sobre todo, me encontré con los frailes Alcantarinos que estaban fundando convento en Orito y en Elche. Estos religiosos pertenecían a la Orden Franciscana y, para ser más consecuentes con la vida de S. Francisco y con el Evangelio, habían hecho una Reforma -los Descalzos- de mayor austeridad y contemplación, siguiendo los pasos de S. Pedro de Alcántara.
Trabé una gran relación con ellos y pude comprobar que era la forma de vida que siempre había deseado vivir, hasta el punto de pedirles que me admitieran. Sin embargo las cosas grandes necesitan cierto tiempo para madurar; y mi decisión de hacerme fraile Alcantarino era para mí una cosa grande.
La mayor herencia que pudieron dejarme mis padres, ya que eran pobres, fue enseñarme a ser un cristiano honrado y consecuente. En mi oficio de pastor siempre intenté ser justo y solidario con mis compañeros. Cuando algunas ovejas, en un descuido, entraban en algún sembrado, solía apuntar en mi librito, forrado de piel, el nombre del dueño para resarcirle de los daños; y si no tenía tinta, tomaba un poco de sangre de la oreja de algún cordero. Para evitar esos daños, trataba de no ir por sendas que estuvieran entre trigales. Pero si, por desgracia ocurrían, o lo pagaba con mi dinero o les ayudaba a segar, que para eso llevaba una hoz en el zurrón.
Otra de las cosas que me enseñaron mis padres fue a respetar lo ajeno. En una ocasión, siendo todavía niño, un mayoral trataba de obligarme a que robara uvas para comer los pastores. Yo me negué en redondo aduciendo que no pensaba hacerlo, y si quería uvas que se las comprara. Esta actitud la mantuve siempre, por lo que nunca tomaba fruta de los árboles por donde pasaba.
Siempre traté de ser honesto con los demás e ir con la verdad por delante. Tan es así que cuando me tocaba ir a declarar, por algún problema con el rebaño, el juez nunca me pedía el juramento, cosa extraña entre pastores que teníamos fama de mentirosos. Otra cosa que siempre procuré fue aceptar mis responsabilidades. Como algunas veces llevaba zagales a mi cuidado, tuve que comprarme un reloj para saber con exactitud las horas de salida y de llegada, así como el tiempo para las comidas.
A estos zagales, prácticamente unos niños, yo les enseñaba el catecismo y los secretos del oficio, como el no tirar piedras a las ovejas o llevar cuidado con los mastines para que no mordieran a los transeúntes. Y como las enseñanzas entran mejor con los ejemplos, yo trataba de ser alegre y comprensivo con ellos, a pesar de mi carácter reservado, acompañando sus cantos con el rabel y haciendo las faenas más duras y molestas. Ellos, a su vez, también me hacían algunos favores, como tener cuidado del ganado cuando, todas las mañanas, asistía a misa en la ermita
Una vez el dueño del ganado me llamó la atención porque siempre lo llevaba al mismo sitio, los alrededores de Orito. Y era cierto, pues tanto me admiraba esa vida que llevaban los frailes, que estaba siempre cerca de la ermita de Nuestra Señora de Loreto; dormía en una loma cercana al convento y por la noche iba a orar a la puerta del santuario de la Virgen, y por la mañana a misa. Por lo que le contesté al dueño que ni yo ni el ganado nos encontrábamos bien fuera de allí; una prueba de ello era que el ganado engordaba a la vista de Nuestra Señora.
Este continuo merodear por la ermita era una expresión de mi madurez como cristiano. Aunque siempre me habían atraído, pues al centrar mi mirada en ellas casi veía a la Virgen o al Señor -objeto de mi oración-, ahora sentía una fuerza que me arrastraba a compenetrarme con Jesús, olvidándome por completo de lo que pasaba a mi alrededor. Algún compañero llegó a decir, incluso, que me elevaba del suelo.
La Eucaristía, sacramento de mi fe
Lo cierto es que para mí, la Eucaristía era el centro de la fe. La Reforma luterana, que negaba la presencia real de Cristo en la Eucaristía, había provocado una reacción en toda la cristiandad -pero sobre todo en España- a favor de la presencia real del Señor en el Sacramento; de ahí la insistencia en el adoctrinamiento y las expresiones que defendieran tal realidad.
Mi madre trató siempre con mucho respeto al Sacramento. Mientras pudo, asistía a la Misa que se celebraba en la iglesia; pero estando ya para morir -la pobre murió joven- le trajeron el Viático y, al oír la campanilla, se levantó de la cama y se puso de rodillas para recibirlo.
Pues bien. Mi madre, siendo yo de pañales, me llevaba en brazos a misa; y yo, con mis ojos pequeños pero inquietos, no perdía detalle de las ceremonias que el sacerdote realizaba en el altar. Un día, gateando, desaparecí de casa, que estaba a unos metros del templo. Mi madre y las vecinas me buscaron, desesperadas, por todo el pueblo, hasta que se les ocurrió entrar en la iglesia y me encontraron sentado en una grada del altar mayor viendo de cerca el sagrario que para mí constituía un misterio.
Esta atracción por la Eucaristía siguió creciendo, hasta el punto de que acudía a misa siempre que me era posible; y cuando, por cuestiones de trabajo, no podía ir, centraba toda mi atención al oír la campana de la iglesia anunciar la elevación o el «alzar a Dios», como decíamos en el pueblo. En tales ocasiones prácticamente «veía» el desarrollo de la ceremonia, la elevación de la hostia y del cáliz, por lo que podía adorarlos con más naturalidad. De ahí la creencia de que los ángeles rasgaban el cielo para enseñarme a Jesús sacramentado; y la verdad es que no me hacía falta nada de eso, ya que el Señor me había dado la suficiente fe para poder adorarlo cuando el sacerdote lo mostraba a los fieles, aunque no lo viera materialmente.
De pastor a fraile
Después de cuatro años de conocer la vida de los frailes, y supongo que los frailes la mía, pedí el ingreso en el convento de Orito. Pero como el Custodio -al que le tocaba recibirme- estaba en Elche, allí que me mandaron. Tomé el hábito el 2 de febrero de 1564, y un año después profesé en Orito.
Atrás quedaba toda una vida de pastor que, si bien en su materialidad no aportaba mucho a la vida religiosa, sí que me había preparado para afrontarla con generosidad y empeño.
A los veinticinco años y con mi ruda formación de pastor, uno es capaz de hacer muchas burradas bajo pretexto de santidad. Cuando estaba en el noviciado, nada menos que se me ocurrió rodearme el cuerpo con aliagas, a modo de corsé, para mortificarme.
Aunque la cosa no era tan llamativa dentro de aquel ambiente, comprendí con los años que la forma de disponer el cuerpo para su entrega al Señor y los hermanos no era haciendo barbaridades sino manteniéndome disponible para lo que pudieran necesitar.
A mí, la verdad, me bastaban pocas cosas para mantenerme bien. Con algunas horas de sueño tenía suficiente, y ni cama necesitaba. Como me acostumbré de pastor a no dormir tendido, solía hacerlo acurrucado sobre unas tablas y apoyando la cabeza en la pared, cubriéndome en invierno con una piel de oveja.
En cuanto a la comida tampoco era muy delicado. La mayoría de las veces tenía suficiente con unos mendrugos de pan y un poco de agua. Y por lo que respecta al vestido, también estaba acostumbrado a vestir pobremente.
Cuando estaba en el pueblo, aunque mi madre procuraba llevarnos limpios y aseados a todos los hermanos, yo iba siempre mal averiguado; por lo que no me molestaba, siendo ya fraile, tener que llevar un hábito burdo y remendado.
Al servicio de todos
En los conventos donde estuve, siempre traté de ponerme a disposición de los demás. Aunque esté feo decirlo, me gustaba estar ocupado en algo, o remendando hábitos y sandalias, o en la huerta, o en la portería, o en la cocina, o en la limosna, o ayudando misa, o leyendo libros piadosos. Y no es que tuviera encomendados todos estos oficios, sino que cuando terminaba con el mío solía ayudar con gusto a los demás, algunas veces incluso cantando letrillas al Santísimo Sacramento.
Cuando me encargaban del comedor, procuraba tenerlo limpio y siempre dejaba algo de comida, como si fuera un olvido, para que los frailes que lo necesitaban pudieran comer fuera de hora sin ningún tipo de remordimiento.
En Villarreal, donde fui portero, venía mucha gente -tanto de la ciudad como caminantes de paso- pidiendo agua de la cisterna. Aunque no te dejaban tranquilo, era muy hermoso poder asistir a tantos hermanos.
Pero no siempre pedían agua, sino que también pedían comida e, incluso, algunos hasta confesión. Una vez, estando en Almansa, vinieron unas mujeres a confesarse con el guardián. Yo le avisé, pero me contestó que dijera que no estaba en casa. Yo, para suavizar la cosa, le propuse que sería mejor decir que estaba ocupado y no podía atenderlas. Pero él me mandó que no; que les dijera que no estaba en casa. Sintiéndolo mucho tuve que decirle: «Usted perdone, pero eso no lo voy a decir porque es mentira».
Pedir para poder dar
Otro de los oficios que ejercí con gusto fue el de limosnero. Los primeros años fueron en Orito, y salía por los pueblos de Elda, Aspe, Novelda, Agost, etc., donde la gente ya me conocía de cuando trabajaba como pastor. Antes de salir pedía la bendición al guardián y me arrodillaba unos momentos ante el altar del Santísimo.
Si tenía que ir a otro pueblo, al llegar visitaba al párroco para pedirle su bendición y hacer una visita al Santísimo. Después iba casa por casa llamando a la puerta y diciendo: «Loado sea nuestro Señor Jesucristo. Paz a esta casa. Una limosna a los frailes de S. Francisco». Una vez terminado el recorrido, salía del pueblo y, a la sombra de algún árbol, comía un trozo de pan, ya que no me gustaba comer en las casas particulares donde me convidaban. Si me acompañaba algún hermano solía darle el mejor trozo de pan para que lo mojara en alguna fuente. Mientras hacía el camino solía cantar, como era mi costumbre.
En ciertos conventos, como el de Jumilla, este oficio se hacía más penoso por estar lejos de la ciudad y con una cuesta muy empinada. En una ocasión me dieron varios cántaros de aceite y, poniéndolos en unas angarillas, me los tiré a la espalda. En el camino de regreso me topé con algunos del pueblo que se compadecían de mí: «Válgame Dios ¿Pues no hubiera un jumento?». A lo que respondí con humor: «¿Qué mayor jumento que yo?».
En cada sitio la limosna era distinta. Recuerdo que en Almansa me ofrecían grandes y pesados haces de leña que yo tenía que llevar a cuestas al convento, pero entonces gozaba de buena salud y de una complexión robusta que me permitía hacer esas barbaridades.
Cuando llegaba al convento, iba directo en busca del guardián y me arrodillaba, avanzaba de rodillas algunos pasos -en plan de broma- y le pedía la bendición.
El amor a la Eucaristía que me inculcaron mis padres no se quedaba en algo abstracto y angelical. Era el signo de una vida entregada a los demás; una entrega hasta la muerte. De ahí que comulgar y adorar este Misterio comportara para mí participar en el mismo destino de Jesús.
Pobre y para los pobres
De mi madre, sobre todo, había aprendido a ser solidario con los pobres. Cuando estaba en Monforte trabajando de pastor, solía dar parte de mi sueldo a los pobres; pues el pan era del amo, y no estaba bien que lo diera.
Después, cuando me hice fraile, no solamente salía a pedir limosna sino también a compartir lo que tenía. Mi oficio de portero me permitía ser como las manos generosas de la Fraternidad que están siempre abiertas y dispuestas a repartir cariño y pan. Por eso, el único convento en el que no me gustaba ser portero era el de Orito, ya que por su distancia del pueblo no se acercaban los pobres.
En una ocasión le dije a un compañero que los frailes, cuando viajamos, tendríamos que llevar, por lo menos, dos panes; y no para nosotros sino para socorrer a los pobres que nos encontráramos por el camino.
En nuestros conventos desde siempre existió la costumbre de dar un plato de sopa a los necesitados. Yo, en vez de sopa, solía hervir una olla de berzas, a la que añadía el pan y la carne que aportábamos los religiosos; porque yo siempre fui del parecer que a los pobres, aunque tengan necesidad, no se les puede dar las sobras.
A mediodía, se hacía una cola interminable a la puerta del convento. Hubo frailes que se ponían nerviosos por si les faltaba el pan. Pero nunca faltó; a pesar de que, algunas veces, venía bastante ajustado.
Allí acudía toda clase de gente; desde mozos jóvenes a los que había que alentar para que se pusieran en amo, hasta estudiantes pobres, a los que, por respeto, los hacía entrar dentro del convento para servirles la sopa.
Al que también trataba con más cuidado era a un anciano de Villarreal al que la fortuna le había vuelto la cara. Tenía unos cien años y yo, por respeto, lo entraba a un recibidor y le servía y acompañaba durante la comida.
Lo normal es que hiciera una olla grande de sopa; pero también pedían frutas y hortalizas, hasta el punto de que tenía el hábito rozado por los lados de tanto pasar por un mirto que había a la entrada de la huerta. El hortelano se enfadaba, y con razón; pero no me iba a dejar a los pobres sin comer. En una ocasión vino una mujer a pedir acelgas para un enfermo. Yo, como de costumbre, me fui a la huerta a buscarlas; y me llevé un chasco al ver que, por las muchas que había dado ese día, sólo quedaban los troncos pelados, de modo que no podía satisfacerla.
A la mañana siguiente vino una pobre mujer a pedir acelgas. Yo le dije que no habían, ya que el día anterior las había dado todas a los pobres. Pero me remordió la conciencia y me fui a la huerta. Cuál no sería mi sorpresa al ver los troncos llenos de hojas frescas y verdes. La gente creía que era un milagro; pero yo pienso que cuando hay generosidad y ganas de compartir, siempre se produce el milagro.
En aquellos tiempos de gran necesidad, los conventos eran, casi, los únicos refugios para los pobres. Los frailes tratábamos de compartir lo que la gente nos daba y nosotros sacábamos de la huerta; pero muchas veces no era suficiente. A mí se me partía el corazón al tener que despedir a un pobre porque ya no quedaba nada. Entonces, iba a la huerta y, para que no se fuera con las manos vacías, le daba un ramillete de flores. A pesar de parecer una burla, el pobre lo comprendía y me daba las gracias.
Algunas veces la gente no pedía comida sino charlar y compartir sus problemas. El «Mestre Guillem», como le llamábamos en Valencia, era un francés afincado en España que hacía cuerdas de vihuela y, con frecuencia, nos daba para hacer disciplinas. Pues bien; sin saber cómo, había cogido una depresión de caballo. Su mujer lo había llevado a toda clase de frailes de la ciudad, pues creía que estaba endemoniado, hasta que un día vino a verme y nos pusimos a charlar paseando por la huerta. Yo no recuerdo lo que le dije, pero le volvieron las ganas de vivir y la gente lo tomaba como un milagro.
El Señor me dio hermanos
Os estoy contando estas cosas y puede dar la impresión de que era lo más importante de mi vida. Pues no. Lo más importante para mí era poder seguir a Jesús en compañía de mis hermanos los frailes. Con ello había soñado muchas veces en mi juventud y, al hacerse realidad, pude ir constatando lo difícil, y a la vez hermoso, que es convivir con otras personas.
Yo siempre traté de ser sincero y de manifestarme como era, y muchas de las costumbres que adquirí siendo pastor, las continué después siendo fraile. Por ejemplo, a la gente le desconcertaba que no usase sombrero para protegerme del sol, sobre todo en los veranos, cuando me iba a trabajar en la huerta después de comer; pero yo no lo había usado nunca ni me apetecía ponérmelo; o cuando, en vez de sentarme en una silla, prefería ponerme en cuclillas, porque me sentía más a gusto.
Era mi modo de ser; y así como seguí estas formas de comportamiento, también lo hice en lo espiritual. Mi vida se configuraba en torno a lo religioso, ya que la experiencia de Dios era muy fuerte en mí. Desde muy pequeño había notado su presencia; una presencia que me arrastraba a vivir como Él y sólo para Él. Y cuando digo esto no es en sentido excluyente, pues cuando uno intenta seguir a Jesús, lo primero que descubre es que Jesús vivió para los demás con el fin de que fueran felices. Pero esa Presencia me absorbía de tal modo, que sólo en responderle encontraba la felicidad; o, lo que es lo mismo, encontraba el sentido de mi vida.
Estando una vez en Orito -recuerdo que era la fiesta de Pentecostés- de tal modo me llenaba la presencia del Espíritu Santo que, sin darme cuenta, empecé a dar gritos de satisfacción. Cuando logré controlarme, me puse rojo de vergüenza al comprobar que me estaban mirando.
Pero no fue sólo en esta ocasión; con frecuencia me sentía arrebatado por esa Presencia, de tal modo que perdía toda conexión con mi entorno. Teniendo, una vez, necesidad de escribir al Provincial, le pedí al guardián papel y pluma. Al llegar a la celda me hinqué de rodillas y abrí los brazos en cruz, con el papel en una mano y la pluma en otra, para pedir luces al Señor. Pero, no sé cómo, me traspuse, hasta que la voz del guardián preguntando si había terminado de escribir, me devolvió a la realidad. Yo, la mayoría de las veces, procuraba disimular, retirándome para la oración individual; pero algunos frailes curiosos disfrutaban con espiarme. No sé yo qué sacaban con ello.
Cuando estuve en Jumilla, una de las veces que sentía ganas de hacer oración, me salí a los alrededores del convento para explayarme. Creyendo que estaba solo, me puse a hablar en voz alta, gritando, cantando, suspirando, arrodillándome, levantando los brazos al cielo e, incluso, besando los troncos de los árboles por la gran alegría que sentía dentro. Pero un fraile me seguía. Al darme cuenta, aunque un poco avergonzado, aún tuve humor para decirle: «Perdido, ¿porqué me persigues?».
Otro caso parecido me sucedió en Villarreal. Estando solo en la iglesia me vino ese arrebato y yo me dejé llevar. Algunos dicen que hasta me levantaba del suelo. Yo, la verdad, no me daba cuenta; pero al volver a la normalidad y ver que había alguien mirándome, tuve que ir a darle una explicación y decirle que no hiciera caso de lo que veía porque, a menudo, un padre acaricia más al hijo que más lo necesita.
Pero no creáis que a mí me gustaba ir montando espectáculos de esta clase. Prefería la oración en el coro, junto con mis hermanos. Cuando estaba de portero en Valencia, el guardián, para evitarme molestias, me dispensó del coro. La verdad que lo sentí mucho, por eso le dije: «Hermano guardián, le agradezco su solicitud, pero le pido no me niegue la merced de hacer la oración con mis hermanos».
Y es que nunca me han gustado las singularidades. Una vez me consultó un hermano joven si no sería mejor dejar el convento y hacerse ermitaño. Yo le contesté con una anécdota que me sucedió a mí. Estando en Orito, un padre se fue a una cueva cercana para hacer una experiencia eremítica, llevándose sus libros y un poco de bizcocho y agua. Cuando ya llevaba varios días, y en un descuido, se le prendió fuego. El predicador, asustado, salió corriendo hacia el convento dejando libros y bizcocho. Al día siguiente, el guardián me mandó que fuera a la cueva para recoger los libros. Yo, por simple curiosidad, quise probar lo de la vida eremítica, y me propuse dormir un poco para levantarme a medianoche y pasarla en oración. Pero cuando me desperté, el sol me daba ya en la cara.
Seguir a Jesús
Al hacerme fraile encontré el modo de plasmar mi sentimiento religioso; era la forma de organizar mi vida de acuerdo con esa Presencia que me arrastraba a su seguimiento. Por eso traté de ser consecuente y vivirla a tope.
A pesar de todo, la cosa no fue fácil. Como todo joven -y yo que era robusto y con buena salud- sentía atracción por las muchachas. La decisión de hacerme fraile podía sublimar esta tendencia, pero nunca anularla; de ahí que estando de portero o yendo por la limosna me asaltara, alguna vez, la tentación de hacer alguna barbaridad.
Lo mismo tendría que decir respecto a mi temperamento. Mi natural reservado albergaba reacciones de cólera. Dios sabe lo que luché para que no afloraran y mi trato fuera sereno y apacible. Sin embargo esto que os cuento sólo es un ejemplo de las contradicciones que uno lleva dentro.
El seguir a Jesús implica un esfuerzo por humanizar el animal que somos por naturaleza. De ahí que todas las precauciones por mantenerse en el camino elegido sean pocas.
Digo esto para que entendáis lo de las mortificaciones y las penitencias. Eran un modo de vigilar la tendencia que tenemos a buscar lo placentero, aunque fastidie a los demás. En este sentido ya de joven, cuando iba con el ganado, además de hacer rosarios de esparto confeccionaba también unas cuerdas con nudos que me ataba sobre la carne. Posteriormente, ya de fraile, seguí con este tipo de mortificaciones y con algunas más. Creo que ya os he contado lo de las aliagas.
Tengo que reconocer que alguna vez me pasaba; pero eran otros tiempos. Recuerdo que en Almansa, un año de sequía, las autoridades montaron unas rogativas a la Virgen de Belén, que estaba en la lejana ermita. Pues bien, nada menos que se me ocurrió salir en medio de toda la gente con una gran cruz a cuestas, una corona de espinas y una soga al cuello. Lo que hoy provocaría la risa, entonces conmovió a los fieles, que volvieron a sus casas enfervorizados, dejando la lluvia en segundo plano.
Algo parecido me pasó en Valencia. Un día se me ocurrió -quedando sorprendidos los frailes- entrar en el comedor cargado con una cruz y exponer mis miserias. Aunque la forma de manifestar mi fragilidad no parezca muy acertada, la verdad es que me sentí liberado.
Pero las penitencias no eran siempre así de ostensibles. Las más valiosas eran las que solamente percibía yo, por ser del todo normales. Así llevé el mismo hábito, lleno de remiendos, casi toda mi vida. En las comidas nunca bebía vino, y trataba de coger lo peor -sobre todo si era carne- para que los demás comiesen bien.
En cuanto al trabajo, luché por ser constante hasta el punto de que, siendo ya viejo y estando achacoso, me enfadaba si el guardián no me encomendaba alguno.
Sin embargo las mayores mortificaciones solían venir de la convivencia con los otros frailes. Para curarme en salud intentaba ser duro conmigo mismo y suave con los demás. Pero, así y todo, siempre había roces y malentendidos que amargaban la vida.
A Dios rogando...
Con todo, lo más importante de la vida religiosa, como podéis suponer, no eran las mortificaciones sino la oración y el cariño a los demás hermanos. Los rezos estaban distribuidos a lo largo de toda la jornada, de modo que pudiéramos acoger siempre al Dios que se nos manifiesta para nuestro bien.
A las doce de la noche rezábamos Maitines. Como yo dormía poco, estaba encargado de despertar a los frailes. Para ello me servía de un palo con el que golpeaba las puertas de las celdas, al mismo tiempo que decía: «¡A maitines, hermanos! A alabar a Dios y a su santísima Madre».
Después de rezar, muchas veces ya no volvía a dormir sino que continuaba con mis oraciones. Me arrodillaba, juntaba las manos a la altura de la cabeza, con los codos separados del cuerpo, y seguía relacionándome con Dios que tanto nos quiere.
Al amanecer rezábamos Laudes. Sonaba la campana y acudíamos todos a alabar al Señor por el nuevo día. Después, como no existía la costumbre de concelebrar, los sacerdotes decían su misa. Yo, como encontraba en la Eucaristía la razón de mi entrega a Dios y a los demás, trataba de ayudar el mayor número posible. Algunas veces comenzaba y, a la mitad, tenía que irme para ayudar otra.
Al terminar las misas me iba al trabajo, hasta que la campana me avisaba de nuevo que teníamos que rezar. A mediodía la comida y después, mientras los frailes descansaban un poco, yo me iba a la huerta para tenerla en condiciones.
Al atardecer rezábamos de nuevo las Vísperas. Cenábamos y, antes de acostarnos, volvíamos al coro para rezar Completas. Cuando llegaba la noche estaba muerto de trabajar. Me iba a la celda, me acurrucaba apoyado en la pared, y me dormía como un bendito.
... Y con el mazo dando
Pero todo no es rezar; hay que poner en práctica el modo de actuar de Dios que aprendemos en la oración. Y si nos quiere tanto, que se comprometió a que perdiéramos los miedos que nos atenazan y nos impiden gozar con libertad, también nosotros tenemos que ayudarnos a ser felices. Yo, al menos, lo intenté con mis hermanos.
Al entrar de fraile, me había propuesto estar a disposición de todos. Y, en la medida de lo posible, lo hacía, no sólo desde mi puesto de trabajo sino ayudando a los demás en los ratos libres de que disponía. En este sentido, muchas veces acompañé a los predicadores cuando salían para hacer algún sermón. Mientras ellos predicaban, yo rezaba para que calara en la gente.
Esta decisión de servir podrá parecer fácil, pero a mí me costaba, dado mi temperamento y mi cabezonería. Ya os dije que muchas veces tenía que frenarme para no explotar y empezar a dar gritos ante lo que me parecía mal; o ceder, en muchas ocasiones, ante cosas sin importancia. Para confirmarlo, basta referir lo que me dijo un fraile: «¡Cuidado, fray Pascual, que eres tozudo y aragonés!». Yo, como sabía que era verdad, le contesté sonriendo: «Si, sí, que lo digas».
Pero la vida está para ir corrigiendo defectos; por eso no me apenaba tener que reconocerlos cuando alguien me lo advertía. El guardián tuvo que hacerlo varias veces porque, siendo portero, me olvidaba por la noche de quitar la llave de la cerradura; o, en otra ocasión, porque se me ocurrió tender el hábito en medio del claustro; o aquella vez que, en un descuido, rompí la tinajuela de las aceitunas. Pero también yo, algunas veces, reprendía con cariño a los frailes que no hacían lo correcto. Cuando, en horas de rezo, me tropezaba con alguien solía comentarle con sorna: «¿Qué se hace por aquí? ¿Cómo no se va al coro?».
Mantener la convivencia siempre supone un gran esfuerzo; de ahí que yo me propusiera como norma ser duro conmigo mismo pero suave con los demás.
Una vez, un fraile se molestó porque no le atendía tan pronto como hubiera querido. Yo, con el fin de aplacarle, le insinué: «Tenga un poco de paciencia, bendito». Pero el hermano, fuera de sí, empezó a decirme de todo. Para no irritarle más, me callé y dejé pasar la tempestad.
A pesar de estos contratiempos, yo quería mucho a mis hermanos y solía demostrarlo cuando venía el caso. Era costumbre en el convento, guardar el mejor vino para los enfermos, y no se podía dar sino con el permiso del guardián. Un fraile, para probarme, fingió que le dolía el estómago y me pidió un poco de vino. Al traérselo me recriminó que tuviera en tan poco la obediencia. Pero yo le respondí que, para mí, la caridad ya incluye la obediencia, por lo que no tenía de qué arrepentirme.
Estos gestos de generosidad solía prodigarlos para hacer más llevadera la convivencia. Cuando el guardián solía repartir los pocos hábitos nuevos que se hacían, yo procuraba hacerme el despistado para que no me alcanzasen; y una vez que me vi obligado a recoger unos retales para remendar el mío, los volví a dar a otro.
La verdad que no me importaba demasiado ir con el hábito estrecho y remendado. Más aún, lo prefería. Por eso, una vez que el guardián me dio un hábito nuevo, decidí ponerle un remiendo para ir más tranquilo.
Lo mismo hacía con la comida. Me sentía satisfecho con cualquier cosa, con tal de que los otros comiesen bien. Si iba de limosna acompañado por algún joven, al regreso nos sentábamos cerca de alguna fuente y escogía los mejores trozos de pan para que se los comiera. Disfrutaba yo viéndole comer.
Como tenía fama de santo, los hermanos confiaban en mí. Una vez me encontré con un fraile que estaba apesadumbrado porque tenía hinchado el pie. En plan de broma le dije: «¿Quieres que le dé un azote con las disciplinas y verás como se pone bueno?». El hermano dijo que sí, pero al intentar darle quitó el pie. Al encontrármelo, cojeando, unos días después, le insinué con sorna: «Ya estuviera bueno si llevara el azote». Y es que, muchas veces, es necesario el humor para que la convivencia no chirríe.
Los libros también ayudan
Aunque mi formación cultural no llegase muy allá, para ayudarme en la vida religiosa me servía de la lectura de buenos libros, que luego seleccionaba cogiendo los fragmentos que más me interesaban y escribiéndolos, poco a poco, en las hojas que iba consiguiendo.
Además de estos escritos, tenía también otros que eran de mi propia cosecha, como versos y letrillas a los misterios del Señor y de la Virgen.
Todos estos papeles formaban mi «Cartapacio», al que ahora se le da tanta importancia, pero que era, simplemente, una especie de archivo en el que iba guardando las cosas que me interesaban.
Normalmente apreciamos más las cosas que más nos cuesta conseguir. De ahí podréis deducir lo que significaba para mí poder leer, aunque fuera a trompicones, y escribir con mi pluma de golondrina los pensamientos que encerraban esos libros.
Para que os hagáis una idea de lo que escribía en mi «Cartapacio» os voy a leer algunos fragmentos; por ejemplo, estas estrofas al Buen Pastor:
Jesús, dulce enamorado,
del alto cielo ha venido,
a ser Pastor del ganado,
que anda en el mundo perdido:
y como de amor herido
está el divino Pastor,
con silbos de amor las llama,
y, ¡ay Dios, qué fuerza de amor!
Y esta otra, al Niño Jesús:
Está una Virgen y Madre
y un Niño, que es hombre y Dios;
y en el seno de los dos
reposa el Eterno Padre:
quien busca bien que le cuadre
contra la mortal herida,
en Belén está la vida.
Y para el Niño Jesús recién nacido copié estos versos:
El nuevo Pastorcico
que hoy nace desnudo,
tenido por rey rico
muy sabio y nada rudo,
con resfrío tan crudo
al mundo es llegado.
Si muere por amores
libre es el ganado.
La Madre que lo cría,
es hija y criatura,
del mismo Dios hechura,
la cual llaman María;
y a ella el Padre había
de mil gracias dotado.
Si muere por amores
es libre el ganado.
En la fiesta de los Reyes Magos apunté lo siguiente:
Rey eterno, ¿qué será
verte reinar con el Padre?
Pues en brazos de tu Madre
tres Reyes te sirven ya.
Si ahora, que eres humano,
sujeto a miseria y muerte,
reyes de tan alta suerte
están debajo tu mano;
¿quién no se te rendirá
sabiendo quién es tu Padre?
Pues en brazos de tu Madre
tres Reyes te sirven ya.
Y para terminar, otra inspirada en los discípulos de Emaús:
Mi Dios, pues voy pobrecillo
peregrinando cobarde,
queda conmigo, aunque tarde,
te he hospedado en mi castillo.
No te vayas, quitarás
de mí malos pareceres.
Pecador, tú bien podrás
hacerme quedar si quieres.
Ciertamente que son buenos o, al menos, a mí me lo parecen. Pero no es cuestión, tampoco, de creer que yo era un sabiondo que poseía ciencia infusa. Solamente con tener sentido común y un poco de experiencia de lo que es Dios, basta para dar una respuesta sensata de la propia fe; y eso es precisamente lo que yo hacía.
Por los caminos de Dios
Aunque no fuera sacerdote, y eso en aquellos tiempos era bastante, me dieron algunas responsabilidades dentro de la Orden. En una ocasión -y por breve tiempo- me hicieron Maestro suplente de novicios. Yo me las apañé como pude para salir del paso, tratando que los novicios fueran conscientes de su responsabilidad ante la llamada del Señor. Y parece que no fue mal del todo, pues muchos años después aún se acordaban, para bien, de este excepcional episodio.
Algo más sencillo fue el hacer de correo en dos ocasiones; una en que me enviaron a Jerez de la Frontera y otra a París.
Como fuera que el Custodio, Francisco Ximénez, se encontrara en su tierra y el Comisario que se había quedado en Valencia necesitara enviarle unos papeles urgentemente, se pensó en mí para que hiciera de correo y se los entregara. Yo acepté y me puse en camino, llegando en poco tiempo. Le entregué los papeles y, durante el tiempo que me quedé para descansar, aproveché para visitar algunas familias, entre ellas la de un hermano del Custodio.
A pesar de que me costó lo mío, al fin conseguí que dejaran venir a su hijo Juan conmigo para que estudiara en Valencia y pudiera después ingresar en la Orden.
Durante la vuelta traté de cuidarlo como si fuera mi propio hijo, ya que sólo tenía catorce años. Procuré que no bajara de la mula, aunque yo fuera a pie; y la comida que compraba en las posadas se la dejaba para él, a mí me bastaba con los trozos de pan que me daban de limosna. Por las noches dormíamos en los pajares y, como en las madrugadas refrescaba, lo cubría con mi manto. Una vez nos encontramos con un caballero que venía pidiendo limosna. Unos pastores le habían soltado los mastines para divertirse viendo cómo le destrozaban el vestido. Lo acogimos en nuestra compañía e hicimos juntos el viaje. Al grupo se añadió también un padre jesuita que, con mucho ejemplo, hacía el viaje a pie.
Yo no sé los demás, pero mi aspecto debía ser tan sospechoso, que un alguacil de Granada me confundió con un mendigo y me quería encerrar en el calabozo. Menos mal que, después de explicarle la situación y enseñarle la obediencia, me dejó ir.
Al salir de Caravaca con un sol de María santísima, y no llevar provisión de agua, el muchacho empezó a sentir sed. Por mucho que busqué no lograba encontrar charco ni fuente alguna, hasta que me topé con unos juncos y se los arranqué para que los chupara y pudiéramos llegar a Calasparra, donde comimos y bebimos hasta saciarnos.
De camino a Jumilla, y por coger una traviesa, nos encontramos con una acequia tan ancha que no la podíamos saltar. Sólo había un tronco fino y retorcido que hacía de puente. Y al intentar pasar por él, me resbalé y caí al agua. La verdad es que no me molestó tanto el chapuzón como la risa del chaval al verme patas arriba.
El viaje a París fue más largo y dificultoso. La Custodia tenía ya los suficientes conventos para ser Provincia, pero esto sólo podía concederlo el General, que estaba en París. Por lo que aquí me tenéis, camino de Francia, sin conocer demasiado por donde me metía.
Los hugonotes o calvinistas, que negaban el primado del Papa y la presencia real de Cristo en la Eucaristía, habían invadido buena parte de Francia. Con estos pretextos religiosos se habían enfrentado protestantes y católicos haciendo barbaridades. Nada más entrar en Francia, un grupo de calvinistas me detectó y empezaron a gritar: «¡Al papista! ¡Al papista!» Yo no entendía nada; pero una lluvia de piedras me hizo caer en la cuenta de que iban contra mí. Agaché la cabeza y me escabullí como pude, aunque me alcanzó alguna piedra.
La segunda vez, en Orleans, tuve más suerte. Se metieron conmigo descalificando al Papa y a la Eucaristía. Y ahí sí que no me pude callar. Con voces y gestos me hice entender afirmando la autoridad del Papa y la presencia de Cristo en la Eucaristía. La respuesta fue otra lapidación, pero sin consecuencias.
Lo más chocante me sucedió en un pueblo donde había muchos luteranos. Tras gritarme y zarandearme, uno de ellos me cogió y me encerró en una pocilga. Yo creía que era el fin. Pero no; a la mañana siguiente me abrió la puerta, me dio limosna y me despidió. Así pude llegar hasta París y entregarle la documentación al General.
Me pasaron muchas más cosas, pero sería largo contarlas. Una prueba de que lo pasé mal es que salí de Almansa con el pelo negro, y volví ya con muchas canas, a pesar de que no llegaba a los cuarenta años.
Al atardecer de la vida
Viviendo mi vida y yendo de un convento a otro, pasé mis últimos años. De Játiva me mandaron a Villarreal, y allí estuve hasta que Dios quiso. Seguí haciendo de todo: portero, limosnero, etc., y el pueblo me veneraba como un santo. Venían a pedirme cosas y yo -la verdad- no me podía negar. Pero de ahí a que hiciese milagros, dista mucho. Lo único que hacía era pedir al Señor por ellos y, muchas veces, el Señor se lo concedía.
Lo que me alegraba de verdad era la visita de los niños cuando venían a verme. Yo les imponía las manos, a modo de caricia, y les daba alguna fruta de la huerta. Cuando ya no me quedaban, lo suplía con algún ramillete de flores. A pesar de que yo siempre fui recio y fornido, notaba que las fuerzas me iban abandonando. No obstante seguía trajinando por el convento; iba y venía, abría la puerta, cocinaba la comida para los pobres y salía a pedir limosna por la ciudad. Pero yo presentía que estaba llegando al final del camino. Por eso pedí a un hermano joven que me lavara los pies para recibir la unción de enfermos.
Era domingo y todavía salí a pedir por la ciudad. Pero al acostarme por la noche vi que la cosa iba en serio. A la mañana siguiente no pude levantarme a abrir la puerta de la iglesia, por lo que tuve que dar las llaves a otro hermano para que lo hiciera.
Llamaron al médico y mandó que me acostaran en una cama con colchón y sábanas y me pusieran una camisa más suave en vez del hábito. Entonces fue cuando percibí que no era un simple dolor de costado lo que tenía.
El médico fue sincero y me dijo que era una enfermedad mortal, animándome para que no me asustara. Pero yo no tenía miedo, porque confiaba que el Señor me acogería en sus brazos. Me dieron la unción y el viático, y me quedé sereno esperando la hermana muerte.
Al enterarse la gente del pueblo empezó a venir para visitarme y que les diera la última bendición. El primero en llegar fue el hijo pequeño del médico. Yo le puse las manos sobre su cabecita y le dije: «Que te bendiga el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, criatura de Dios, y que te haga amigo de los pobres».
El único consuelo que me quedaba era mirar el crucifijo que tenía enfrente e ir desgranando las cuentas del rosario.
Cuando llegó la mañana del domingo, supe que estaba en la recta final. Me levanté para ponerme el hábito pero no pude, y me tuvieron que ayudar. Pedí que me acostaran en el suelo, y no lo consintieron. Las campanas daban el último toque para la misa mayor. Durante unos momentos me invadió la angustia e invoqué el nombre de Jesús. Mientras miraba fijamente al crucificado sonó la campana de la elevación. El Señor venía a por mí. Yo le di la mano a mi confesor, el P. Jaime Morales, y me marché pronunciando el nombre de Jesús.
Era el 17 de mayo de 1592, fiesta de Pentecostés. Tenía 52 años, de los cuales veintiocho los había pasado como fraile.
Al enterarse la gente de que había muerto, acudieron al convento para verme y, sobre todo, tocarme. Tal era el gentío, que tuvieron que bajarme a la iglesia para que pudieran acercarse con más comodidad. Así estuve tres días.
Como tenía fama de que era un santo -pobre de mí-, empezaron los rumores de que mi cadáver sudaba, tenía color y estaba flexible, lo cual estaba dentro de las posibilidades. Pero lo más chocante es que, en mi funeral, cuando el sacerdote levantó la hostia y el cáliz para la adoración, algunos me vieron abrir los ojos. ¡Qué necesidad tendría yo de ver el Sacramento, cuando ya estaba disfrutando de la presencia gloriosa de Jesús! No obstante reconozco que es una forma de expresar mi fe en la Eucaristía, lo cual sí que fue cierto.
Cuando me tocó morir, no estaba presente el Custodio, Fr. Juan Ximénez, por lo que se enfadó de que no hubiesen llamado a un pintor para que inmortalizara mi figura.
La verdad es que no había para tanto. Pero el P. Ximénez se empeñó y me hizo un retrato literario que describe así:
«Fue el santo Pascual de estatura mediana, muy bien hecho y proporcionado en todos sus miembros. El rostro no hermoso, mas gracioso, agradable y alegre, la frente redonda y con entradas muy altas, que venían a hacer una punta de cabellos sobre la misma frente, con algunas, dos o tres, arrugas en ella, y así en algo tiraba a calvo.
»Los ojos azules, pequeños; hundidos, alegres y vivos, mas reposados y honestos. Los párpados arrugados, y con esto las pestañas negras, parece los traía alcoholados, y así se suplía su pequeñez. Las cejas arqueadas, no sutiles, la nariz alta, pequeña y bien proporcionada.
»La boca mediana y una cicatriz, que bajo el labio tenía hacia la barba, le tiraba un poco el labio, de modo que no le afeaba, mas antes le hacía parecer que se iba siempre riendo. Las orejas medianas, las mejillas coloradas.
»Moreno el color, mas vivo y muy templado. En el cuello, que era grueso, tenía una o dos arrugas. La barba no muy poblada y entrecana. Sus manos y sus pies eran muy proporcionados, aunque llenos de callos, de los trabajos corporales y del andar descalzo.
»Fue de carnes llenas, mas enjutas. Tuvo fuerza y entera salud hasta cinco o seis años antes de su muerte. Confío en Dios que, juntos con un buen pintor, algunos que le conocimos y le tenemos estampado en el alma, hemos de hacer un retrato que se le parezca mucho».
A partir de esta descripción, pintaron un cuadro que está en la sacristía de mi pueblo, Torrehermosa, y que vosotros tenéis en la portada. Si no es una fotografía, creo que se acerca bastante a lo que fui yo, pues nunca me miré en ningún espejo.
De todos modos, lo importante no es que sepáis como fui y lo que hice, sino que mi vida os ayude a encontrar la felicidad en el servicio a los demás y en la búsqueda de Dios.
[Julio Micó, O.F.M.Cap., Yo, Fray Pascual Baylón. Alicante, Fraternidad de Hnos. Menores Capuchinos, 2001, 63 pp., 11 x 15 cm.]
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